jueves, 6 de agosto de 2009

El Crio de Diana Belaustegui

Eran cinco perras aterradas que corrían con sus cachorros entre las fauces, cambiándolos de lugar, con las pupilas dilatadas y la agitación despierta en el hocico húmedo. Se cruzaban gruñéndose entre ellas. Algunas arrastraban sogas del cogote, destrozadas y desanudadas a mordidas.

¿Qué presentían ellas que los otros no? ¿Acaso algo en la noche les llevaba el olor del peligro? ¿Qué era lo que atemorizaba el aire ese 19 de mayo a las 5 de la madrugada? El frío tácito te congelaba la calma, la coraza se quebraba en mil y la intranquilidad por lo desconocido te agobiaba.

La negra madrugada encubría una forma que acechaba sigilosa, y se asociaba cómplice en la búsqueda del crío perdido, el crío que el tiempo había robado, que se corroía entre larvas y gusanos.

La mente a veces se niega a despertar, la realidad te corta las venas abriendo zanjas que te escarban hasta el hueso. A veces la mente no intenta ni siquiera despertar, vive luego en una trastienda onírica, con los ojos abiertos y la razón quebrada y anestesiada.

Dobló la esquina olfateando el aire, la mirada se dirigió a la casita acromática, gris y fría, bajo la lúgubre sábana oscura que la noche le tendía encima. La tapia pequeña la saltó sin esfuerzo y se adosó a la pared lamiéndola hasta que, como una ventosa quedo adherida, babeándose por la comisura de los labios, absorbiendo, chupando y tragando.

Dentro del cuarto, la temperatura corporal que acunaba a la mujer y la llevaba a lo profundo del sueño, hundiéndola en el fondo del colchón como si este tuviera profundidades asombrosas, descendió. El calor abandonó primero los pies que se translucían y azulaban.

Ella, afuera, succionando, comenzaba a sudar. Un líquido viscoso y amarillento le brotaba de los poros y caía pesadamente dejando una huella aceitosa. Veinte minutos duró el ritual. El ventiluz del baño le permitió el ingreso fácil a la casa.

No dudó en la búsqueda del cuarto, estaba frío y olía a muerte.

Se acercó a la cuna y con trabajo destrabó la mano de la madre que ante la presencia palpable de lo oscuro e incomprensible se había aferrado a la baranda celeste de la cuna de su primogénito sin llegar nunca a poder incorporarse para mirarlo.

La mano la dejó allí, laxa, colgando por entre las colchas.

Destapó un poco al niño y lo miró dormido, lo examinó detenidamente, buscando señales que le indicaran que era su crío, que por fin lo había hallado.

Se sentó en el piso dibujando muequitas en el rostro enjuto, las lágrimas mojando esa piel oscura y áspera.

La mano acarició burdamente el cuerpecito por arriba de la manta, provocando quejiditos en el crío adormilado. El crío “no suyo”.

Cuando se iba volvió la cabeza.

El crío no suyo, pero que podría ser suyo.

Un crío muerto-perdido… ¿se suplanta?

¿Podría llevarse ese y dejar de buscar el que había parido su cuerpo?

Tomar éste sería mirar de soslayo a la claridad de la razón y aceptar lo que no podía… que su crío ya no estaba y que la tierra lo asimilaba con cada segundo que pasaba.

Saltó de nuevo por el ventiluz y se alejó, distorsionado el rostro por el dolor.

La tragedia era demasiado pesada y cruel, no podría mirarla nunca a los ojos y aceptarla por que le aplastaría el cráneo dejándola convertida en colgajos amorfos.

El crío no suyo, ahora lloraría a su madre perdida.

Era lo justo.

1 comentario:

  1. La historia de este cuento me resulta inquietante. Mucho sentimiento, ideas casi primitivas, salvajes. Una cosa femenina que no tiene que ver con la debilidad ni el color rosa. Me encanta eso. claro que, como lectora jodida, me parece que hay algunas cuestiones de forma que se pueden mejorar.

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