A Severo Galván, amigo de otros tiempos.
Si vamos a romper, rompamos todo, pero hagámoslo sabiendo bien qué estamos haciendo. Agarremos mesas, sillas, camas, heladera, mueblecito del baño, mesas de luz, espejos y los tiremos al piso. Después, cuando nos vayamos, cerremos la puerta con llave, tiremos la llave en una alcantarilla y empecemos de nuevo en otra casa. En otra vida, si es posible.
El tipo que en un verso escribe 1 en números, en vez de uno en letras, talvez sabe lo que hace y quizás lo hace muy bien. Está en contra de las convenciones impuestas, de las reglas del arte que todos tienen por ciertas, legítimas y válidas, se opone a las formas establecidas por los críticos y el público, no quiere saber nada con la estética aceptada; está en la vereda del frente de la mentira y también contra la verdad, si lo apuran. Es un rebelde y tal vez con el tiempo se haga una famita que le permita levantarse las minas más lindas de la facultad de sociología o aparecer en una antología de autores malditos. Está bien. Aplaudámoslo.
Yo no he sido incendiario cuando era joven sólo para convertirme -de viejo- en un puto bombero. Sigo caminando la ciudad con una caja de fósforos en el bolsillo, por las dudas me tope con un poco de pasto seco para prender, lo que me ha valido seguir siendo un pobre periodista de provincia en vez del presentador de noticias internacional que algunos injustamente me auguraban. Quizás lo único que me dieron los años, es que ahora, antes de hacer una fogatita, por las dudas, miro a la izquierda y a la derecha, antes de raspar la caja de “Ranchera” (los de cera) o “Patito” (si son de madera). Además ya me he dado cuenta de que nunca me dio el cuero para los “pavorosos incendios“, según dicen los títulos de los diarios, sino sólo para modestos fueguitos, braseritos insignificantes.
En la literatura nunca me interesó romper las formas. Ninguna. No vale la pena. Están ahí, son una decantación de siglos de pulir el lenguaje. Nunca he pensado en ellas y siempre he tratado de obedecerlas. A rajatabla. Tengo muchísimas reglas a la hora de escribir y trato de no desacatar ninguna. Son la garantía más fiel y segura de que entenderé lo que dicen y escriben los otros. Y viceversa, es decir que los demás entenderán lo que yo digo y trato de comunicar. No les rindo culto a los cánones básicos, pero tampoco quiero demolerlos. Como el techo de casa, digamos, bajo el cual todos los días me cobijo, las reglas de sintaxis me ayudan a dar sentido verbal (si se permite la asociación) a las pocas ideas que tengo. El cielorraso no es mi dios, pero no lo voy a agarrar a mazazos sólo porque le tengo rabia a lo que todos dan por sentado.
De todas maneras y gracias a Dios, en los últimos tiempos las fórmulas de las cartas se han aligerado, de tal manera que ya no se pone más “Estimada Señorita de mis Amores” sino simplemente “Hola”. Está bien. En estos días cualquier alumno pone setiembre en vez de Septiembre y la señorita no lo corrige. Mejor. Ya no se dice “Su excelencia el señor presidente de
Chau. Me encanta lo simple. Lo que cualquier chico de doce años entendería. Salgari, Julio Verne, Poe, Borges, José Hernández, Dalmiro Coronel,
Quizás el advenimiento de la fotografía también acabó con esas larguísimas descripciones de libros de antes, con campiñas verdes, casitas blancas y cielos azules que a nadie le interesaban y cuyas hojas uno pasaba apurado esperando que sucediera algo en la novela, el cuento, el relato, lo que fuere.
Digresión necesaria: no es lo mismo “Que se haga agua el helao” a “ke se aga ahua el elao”. No da igual: “¡Oh! ¡Dios mío!, ¿qué le pasó?” que “o!, dios mio! ke le paso?”
Digo, una cosa es romper con los padres, pegar el portazo de tu vida y mandarte a mudar a otro lado porque quieres llevar la mina a dormir todas las noches en tu casa o tomarte una cerveza chotamente sin que nadie te rompa las guindas. Y otra muy distinta, que después de que tus viejos de te hagan un semerendo escándalo porque te descubrieron haciéndole cuchi-cuchi a tu novia en el sofá del living, pegar cuatro gritos, hacerte el eterno incomprendido y mandarte a mudar… a tu pieza.
Yo no me apego a las formas por pereza mental, prefiero ver qué hay en el fondo de lo que leo, si puedo, obvio. Siempre que quien escriba lo haga correctamente, por supuesto. Si bien me fui de casa a eso de los 22 años, quizás un poco más, siempre traté de vivir bien, de tener mi cama tendida, la ropita planchada, la comida caliente. El fondo era lo que cambiaba: mi libertad para levantarme y acostarme a la hora que quisiera, para comprar o endeudarme y cagarme de hambre a fin de mes, o quedarme leyendo hasta las mil quinientas. Y también llevar una mina a dormir conmigo, siempre que ella aceptara. Esto, lo de la mina, muy pocas veces sucedió, se me hace que por mi falta de cancha para el asunto, pero es otra historia.
Qué quiero decir. Bueno. Ahí va, dos puntos:
Me enferman los que no redactan con los signos de puntuación como corresponde. Los que ponen el signo de interrogación y de exclamación al final y no al principio. Porque se cagan hablando del imperialismo y otras pelotudeces sólo aptas para asambleas estudiantiles o charlas de café, pero cuando escriben, copian las reglas del imperio al que dicen odiar. En cuyos dominios no solamente no se pone el sol sino que sus súbditos tampoco redactan con la apertura de los signos. Me enferman los que escriben mal -y se nota- porque no lo saben hacer bien. Que se crean bobinas, sólo porque “escribo como siento”, dicen, y luego agregan “para qué corregir, lo que vale es lo que te sale de adentro así, de una, loco”. O te espetan (espetar, qué lindo verbo, uno de estos días lo adopto como verbo de cabecera): “No sé dónde los tiene la máquina, por eso no coloco los acentos, es difícil encontrarlos”. O peor, el colmo de los semi-analfabetos: “¿Entiendes lo que quiero decir?, entonces lo demás no importa, che, no hagas bardo por nada”.
La ruptura de las formas es una estación de llegada, no un andén de partida. Luego de recorrer un largo camino, Pablo Picasso llegó al cubismo. No partió del cubismo, porque sabía que hubiera sido una falta de respeto, primero hacia sí mismo y luego para los demás. El tipo que dice que su negocio tiene una decoración con estilo minimalista, sólo porque no tenía nada que colgar en las paredes, es un chanta, un chantapufi para decirlo con todas y cada una de sus letras. Al minimalismo se llega, del minimalismo no se parte, al minimalismo y a todos los estilos, estén de moda, sean antiguos o acaben por imponerse en el futuro. Primero hay que hacer los palotes, el aprestamiento, aprender el abecedario, pasar del libro de lectura “Los teritos”, de segundo grado, escribir hasta que duelan los dedos. Y el alma. Y después, pero bien después, ver si se puede romper alguna regla.
Ni siquiera Gabriel García Márquez -¡ni siquiera él, con toda la autoridad que tiene luego de haber escrito una de las obras cumbres de la literatura hispanoamericana de todo el siglo pasado!- pudo acabar con los signos de puntación. Dijo que había que terminar con la servidumbre de las reglas de ortografía o algo parecido, pero luego nadie le dio bolilla, se lo tomó como una excentricidad de un premio Nobel, y él mismo siguió escribiendo con puntos, comas, acentos, diéresis, haches, vé cortas y largas, gés y jotas, gue-gui, ge-gi, que-qui.
Porque en definitiva, gracias a eso nos venimos entendiendo los cristianos desde hace varios siglos, cuando hablamos en castellano. Gracias a que hemos ido decantando la ortografía, investigando la etimología, la semiótica (el semen, la semilla), hasta del más humilde vocablo de nuestra lengua, lo que posibilita que hoy nos entendamos entre nosotros y cuando hablamos con un boliviano, un ecuatoriano, un madrileño o un puntano. Si no nos comprendemos mejor quizás se deba, en parte, a que no hemos terminado de establecer estas reglas fijas más que a los conflictos de intereses que a veces surgen en nuestra vida (la “conducta humana en su interferencia intersubjetiva” que estudiaban los aspirantes a abogados en primer año).
De joven me leía todo, hasta los prospectos de los remedios cuando no tenía otra cosa para matar el tiempo. Ahora dejo de leer al instante, cuando observo que alguno no puso los signos como debía y advierto que no es por rebeldía o por terminar con viejas convenciones que cree perimidas, viejas o sin razón, sino que lo hizo simplemente por pereza, por ignorancia o por otra sandez semejante. Luego me cago en la madre, en la abuela y en todas las madres de su árbol genealógico hasta llegar a Eva, hago un bollo bien chiquito con el libelo y lo tiro a la mierda inmediatamente o se lo doy a María Celia -que va a segundo jardín- para que haga recortes con su tijerita o lo escriba encima con sus crayones. Si estoy en internet, es más fácil, paso de largo el escrito y me pongo a hacer otra cosa.
Confieso que alguno me habrá tomado por loco, porque en medio de una lectura, cuando llego a un punto así, se lo comento a quien en ese momento está a mi lado, aunque vaya en el colectivo y mi vecino sea un anónimo e indeterminado pasajero. Le digo, "pero mire qué animal que había sabido ser este autor" y luego le explico por qué. Si el tipo entiende, bien. Pero si no, capaz que piensa que estoy rematadamente orate. Y quizás tenga razón.
Saludos
domingo, 9 de noviembre de 2008
Que se Haga Agua el Helao de Juan Manuel Aragón
Etiquetas:
La Jeta Cuenta (sección narrativa)
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Después de publicado, siempre me arrepiento de lo que escribí. Le encuentro uno y mil defectos y contradicciones. A veces, como en este caso, me digo "ya está, en una de esas nadie se da cuenta" o, como dicen algunos "si pasa, pasa". En fin.
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