Debo confesar que dudé mucho antes de escribir esta historia y que no me importa que otras empiecen con estas mismas palabras, porque lo que voy a contar es estrictamente la verdad; ya voy para viejo, por lo que poco me interesa lo que digan conocidos y amigos, sobre todo cuando se enteran de mis veleidades literarias. Lo cierto es que comencé a investigar sobre la vida y la obra de Adalberto Rojas por un asunto social, intrascendente e impensado, lo que me está llevando también al amor de una mujer casi prohibida donde menos esperé hallarla, una historia al margen, diría. Pero, comenzaré por el principio, para que se me entienda mejor. Me metí con un grupo de escritores jóvenes que se reúne sábado de por medio en la biblioteca 9 de Julio, a comentar textos de autores no muy conocidos: se leen párrafos de su obra, se estudian posibles influencias, se indaga sobre la biografía y, en general, se habla de literatura, pero en serio, algo infrecuente en esta ciudad. La verdad es que a veces creo que soy sapo de otro pozo en ese lugar, sobre todo cuando veo gente tan inteligente haciendo preguntas que no se me ocurrirían ni en tres vidas o hablando de la vida de autores que nunca voy a leer, más que nada porque ya no tengo paciencia para ponerme a leer libros nuevos, de autores jóvenes, ya sean prometedores o se hayan convertido en éxitos editoriales o comerciales. Declaro que las siestas de los sábados las duermo enteras, pero no me pareció muy pesado sacrificar uno de dos con tal de estar con gente, mirar chicas lindas aunque quizás estudiosas e inteligentes y -sobre todo- averiguar quiénes son, qué hacen y cómo escriben los autores cuyos libros hoy están rodando en las librerías locales, aunque ya no vaya a leerlos, como dije. Me mueve la curiosidad, más que nada. Recuerdo que cuando vi la invitación en intenet, pensé “quiénes serán estos, a quién le ganaron, cómo jugarán”. Debo decirlo, al principio, cuando me enteré de qué se trataba, me tentó la idea de hablar sobre algún autor clásico y poner los puntos sobre las íes sobre -digamos- José Hernández, Leopoldo Lugones o -aunque más no fuera- nuestro vate local, Dalmiro Coronel. Pero como la mayoría de las ponencias eran sobre autores más o menos desconocidos por el gran público, me abstuve de preparar un tema y pedir turno para hablar. Como nunca, me dispuse a oir lo que otros tenían para decir de gente que es muy probable que no lea jamás.
Al tiempito de comenzadas las reuniones, recordé aquella casualidad -un hecho fortuito, dirían los abogados- que llevó a que hace varios años me topase con Adalberto Rojas en el Barquito bar, uno de los lugares más emblemáticos y de los menos tenidos en cuenta que van quedando en el centro de Santiago. Se trataba de esos tipos que pasan desapercibidos en cualquier sitio en que haya mucha gente. Una de las tantas mañanas que fui a tomar un café por ahí, lo hallé en sentado a la mesa con uno de mis parientes Aragón, que al ratito se tuvo que ir a hacer unas diligencias, y me dejó de florero con el amigo. Al principio tímidamente y después de una forma más animada, nos pusimos a conversar de lo que forzosamente se habla en esas ocasiones, el tiempo, “qué calorcito que hace, ¿no?, en cualquier momento van a explotar los termómetros”, las mujeres que se comienzan a poner lindas para la primavera y la mala atención de las confiterías de Santiago, especialmente el Barquito, con el mozo Montero a la cabeza, a la que uno va de puro masoquista nomás, según calculamos en esa ocasión.
Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que en su tiempo había sabido ser inspector de rentas de la municipalidad (sección fiscalización externa, aclaró con un dejo de vocabulario burocrático) pero que se había jubilado. Cuando me contó que también escribía, pensé
-¡Sonamos!, ¡otro!
Y también
-Ojalá que no sea poeta. Pero si es, Diosito querido, te pido que no me de nada para que le publique o le lea.
Habrá visto mi cara o algo, la cuestión es que no me ofreció nada. Laburo en una revista de cultura y educación y ya estoy medio acostumbrado a que me peguen ese tipo de mangazos.
Mi madre hablaba a veces de los amigotes de mi padre. Era esa gente que él conocía y ella no. Tipos que se acercan en la calle, que los hallas con cierta frecuencia para cultivar el arte, ya casi pasado de moda, de la conversación sin nada que decir, de la discusión política sin nada que ganar y de la entrevista sin nada para preguntar. Hay una tropa de gente de la que uno se olvida el nombre y las señas particulares apenas abandona la charla, de la que no se sabe en qué barrio vive, o, peor, queda mal preguntarlo, se ignora si estará casada o será soltera o viuda o qué, si tendrá algún estudio universitario o si solamente llegó al tercer grado reforzado de antes, si es de Santiago, La Banda o Loreto. Al principio, durante algún tiempo, Adalberto entró justo en esa categoría, si me hubieran preguntado qué era para mí, habría dicho que amigote nomás, pero con el tiempo y varios cafés compartidos nos fuimos convirtiendo en amigos. A Adalberto también le gustaban las morochas y un par de veces salimos a los boliches con unas amigas guerrilleras que sabía tener él, como hubiera dicho mi abuela, eran chicas muy demostrativas.
Una noche le dije:
-Si te haces de Boca, te convierto en mi hermano.
Adalberto era de River, pero en amistades así, qué interesa.
Alguna vez lo fui a ver a la casa a devolverle un libro y me presentó a la señora y a una hija muy linda, estudiante del profesorado de educación física, que vivía con ellos.
-Es Clarita, la segunda de las mujeres- me la presentó la orgullosa madre. Ella obviamente ni me registró, porque ninguna chica de bien mira dos veces a esos amigos del padre, veteranos, feos y acabados por la vida. Era una casa típica de clase media de Santiago, modular con copas, perro negro, incierta cruza de cooker inglés con Volkswagen Gacel, soga de colgar la ropa trasponiendo el patio y biblioteca en un pasillo. Nada del otro mundo. Otra ocasión vino Adalberto con la señora a casa a cenar, era el cumpleaños de mi mujer, cayó con un tinto de regalo. Las patronas se hicieron amigas y se hablaban por teléfono por lo menos una vez a la semana para chusmear cosas de mujeres, me imagino. Con decir que casi pasamos juntos un Año Nuevo, pero al final nosotros fuimos al campo, a la casa de mis suegros y no se dio.
Y después, de un día para otro, Adalberto se murió. Parece que le agarró un cáncer, no sé qué, lo internaron en el sanatorio Norte, donde lo fui a visitar un par de veces y a las dos semanas, chau, chau, adiós, ya estaba de pensionista definitivo en el Parque de la Paz. Lamenté su pérdida, sobre todo porque se terminaba un amigo cabal, de esos que te regala el pavimento sólo una vez en la vida. Además, con su porte de hombre serio era la coartada perfecta para citarse con chicas sin que la patrona sospechara que en realidad habíamos salido con alguna de esas amigas salvajes que conseguía el hombre. No era lo mismo salir de noche diciendo que me iba con los changos, que anunciar:
-Mi vida, salgo esta noche, vamos a la parrillada con Adalberto.
-Ustedes dos, quieren arreglar el mundo hablando mal de los políticos- rezongaba mi mujer.
Y se quedaba tranquila.
Un tiempo después de su fallecimiento, la viuda me habló por teléfono para avisarme que estaba arreglando la casa y quería entregarme algo. Cuando llegué, salía una gente de la parroquia que había ido a retirar la ropa del finado. A mí me tocaron dos cajas llenas de papeles. ¡Uf!, eran sus escritos. Tentado estuve de leerlos esa misma tarde, pero después lo pensé mejor, los dejé arrumbados en un rincón del galponcito del fondo y me olvidé. Nunca en estos años intenté sacar ni una hoja. Tuve miedo de criticar, después de muerto, al amigo, de cambiar la buena opinión que siempre había tenido de él. Confieso que los austeros poetas y, sobre todo, las graves y arduas poetisas de Santiago, me dan pavura, alguna vez he descubierto que, involuntariamente, me cruzo de vereda cuando veo venir alguno. La memoria de Adalberto no merecía que yo descubriese un mal escritor. Preferí seguir recordando al amigo como un conversador chispeante y con mucha gracia, con quien tantas veces coincidimos admirando las curvas, contracurvas y banquinas de las hermosas morenas que suelen pasar por la vereda del Barquito.
Pero, como digo, me topé con ese grupo literario y durante un tiempo me anduve estrujando la cabeza pensando de qué escritor iba a hablar si ya no compro libros, porque ahora en mis ratos libres lo veo a Marcelo Tinelli en la tele, juego al solitario en la computadora, me siento en la tapia cortita que tenemos en la vereda, a observar a las vecinas.
En eso andaba cuando me dije, si no tengo un escritor para hablar, con un poco de imaginación me invento uno. Y concebí un autor desconocido para presentar al grupo: Ibrahim al Manssur, literato palestino, nacido en 1949, conocido solamente en ciertos círculos árabes de Europa por sus bellos y desgarradores poemas, que han superado el conflicto con sus vecinos, los israelíes, para internarse en el alma de un pueblo sensitivo, complejo y atormentado, según diría a los contertulios. Concebí un pasado para Manssur, de joven, combatiente en las brigadas mártires de al-Aqsa y luego en su madurez, emigrado a Francia, donde vive dando clases sobre civilización árabe, en la Universidad de El Havre (este era un dato a confirmar, ¿hay universidad en El Havre?, no sé pero juzgué que sería una exageración ubicarlo en la Sorbona, me pareció mucho). En la hipotética charla que daría de la biblioteca 9 de Julio, contaría que Manssur había escrito sus versos en árabe, de ahí habían pasado al francés en breves folletitos tipo trípticos o plaquetas, como sabían hacer antes en Santiago los escritores que no tenían guita para editarse un libro. Relataría que no había sido traducido al castellano en forma oficial, sino por una prima mía, que vive en el Canadá francés, a quien –dicho sea de paso- atribuiría el hecho de conocer a este autor. Expondría que sus versos tenían un fondo de cocción en el Corán, como casi toda la producción árabe del pasado y del presente, sobre todo en tiempos tan calientes en Oriente Medio, sus estrofas se internaban en los laberintos del alma humana, tratando de desentrañar lo más profundo de sentimientos eternos y globales, como el amor, la culpa y la generosidad. Pero justo aquí llegaba la dificultad: el calificado auditorio de la 9 de Julio me iba a descubrir pues debía engañarlo leyéndole algunos poemas bien escritos, que dijeran algo sustantivo o verboso, algo superior, digamos. Y nunca he sido poeta, siempre he creído que la poesía es un arte para el que no me da la cabeza ni el corazón. Ni la sensibilidad, si vamos a decirlo todo. Me pasé varios días escribiendo la biografía de Manssur, y hasta me entrené frente a un espejo, haciendo las caras que pondría mientras iba contando su vida. Abandoné la idea, a la hora de leer sus versos no iba a faltar que el que dijera:
-¿Uhá? ¿Eso es lo que escribe ese Manssur?
Y la estantería se me vendría al suelo.
Entonces se me prendió la lamparita. Una tarde, fui al galponcito, abrí las cajas con los escritos del amigo para revisarlos, “quién te dice que aquí no halles algo bueno, Juancito”, me dije. Y me enfrasqué durante un mes en los escritos de Adalberto Rojas. No era lo que temía: se reveló ante mis ojos una media docena de manuscritos de libros de cuentos magníficos, llenos de vida, diálogos chispeantes, situaciones enredadas que se desanudan con maestría literaria y pluma muy suelta. Había dos novelas “La Fiera” y “El Jefe de las siete y media”, una sobre el amor de una mujer atormentada por un hombre invisible que se va revelando al correr de las páginas como una voz de la conciencia y la otra, “El Jefe”, de neto corte policial, con un asesinato en el primer capítulo y varios misterios por resolver antes de llegar al descubrimiento del asesino, que no es quien el lector está convencido que es. También leí sus ensayos sobre la vida cotidiana de los santiagueños, entre ellos magníficas pinceladas sobre la costumbre de la siesta, la pallana, los versos para cantar la flor en el truco y el inolvidable Dionisio, un personaje de la década del 60 y principios de la del 70. Además hallé poesías, las temidas y gambeteadas poesías. Confieso que quedé deslumbrado. Cuando los leí, por momentos me creí ante Juan Gelman, pero también les encontré algo de la poética del santiagueño Juan Leguizamón, con leves toques de humor cáustico y seca ironía, en un estilo santiagueño y a la vez universal, que lo vuelve inconfundible. En suma un escritor desconocido pero a la vez cercano, vibrante, magnífico.
Es muy posible que me convierta en su editor post-mortem, junto a su viuda a quien descubrí en este último tiempo, como una lectora apasionada y voraz. En este momento andamos viendo con ella, cómo hacemos para publicar la obra del finado, a quién le pedimos unos pesos para dar a luz los que seguramente han de ser rotundos éxitos editoriales. El primer paso será anotarme para dar una charla en el grupo literario, a ver si uno de estos sábados hablo de la obra de Adalberto Rojas, como una manera de ir haciéndole propaganda. Si convenzo a la viuda, capaz que la llevo también para que hable de la vida y obra de su marido, su infancia y las influencias literarias que recibió en tenidas poéticas y, por qué no decirlo, etílicas, con Alfonso Nassif, Peteco Carabajal, Carlos Zurita, Chingolo Suárez, Felipe Rojas, Johnny Barrionuevo y tantos otros amigos de la noche y la bohemia. Esto me lo contó ella después de muerto el finado, porque con él nunca hablamos de literatura, libros, autores, influencias literarias, esas cosas.
Como la clave de las influencias literarias de Adalberto obviamente estuvo en su biblioteca, el otro día fui a su casa para investigar qué leía, quienes fueron sus maestros estilísticos, en qué fuentes abrevó sus lecturas. No estaba la señora, me atendió la hija que, luego de hacerme pasar, me dejó sólo en la biblioteca. Entre otros, el hombre tenía las Vidas paralelas de Plutarco, la obra completa de Jorge Borges, la enciclopedia Quillet, clásicos políticos argentinos del 60, como José María Rosa, Jauretche, Scalabrini, un Martín Fierro de esos medio lujosos con ilustraciones de gauchos, además estaban la Historia de Roma de Mommsen, un infaltable Quijote, dos o tres tomos de las Tradiciones Peruanas de Palma, libros de mitología antigua, de autores santiagueños, las obras completas de Poe, traducidas por Cortázar, uno o dos números de la revista “Quipu de cultura”, que editaba el amigo Julio Carreras, es decir, nada especial, nada como para decir, “¡oh!, miren las cosas que leía este hombre”. Mientras revisaba los libros y tomaba notas, me iba haciendo una idea de la tesis que desarrollaría ante el auditorio de la 9 de Julio: que alguien que había leído lo mismo que leyó la mayoría de los santiagueños de su generación, también podía convertirse en un muy buen escritor, añadiría que no es necesaria una gran preparación para redactar una obra que puede ser, como la de Adalberto, de lo mejor de Santiago de los últimos 50 años; en definitiva, que el genio no reside en la complejidad de lo que se ha leído sino en su aprovechamiento. Ya sé que es una noción medio simple, pero a esta altura de la charla ya tendría deslumbrados a todos con el descubrimiento de un escritor genial del que la mayoría de los santiagueños no sabe absolutamente nada y que probablemente vivió a la vuelta de la casa de alguno, fue amigo del padre de otro, conocido de un pariente o algo, porque en esta ciudad, digan lo que digan y a pesar de que muchos sostengan que ya estamos en el siglo XXI, nos conocemos todos.
Antes de marcharme de la casa, Clarita, la hija, me invitó un café y conversamos un rato largo, primero hablamos del padre, luego me contó que le faltaba una materia para recibirse de profesora de gimnasia, de ahí pasamos al último novio que había tenido hacía un tiempo largo ya; el muchacho la había dejado para casarse con otra. Como al pasar le avisé que desde hace un tiempo no tengo nada con mi mujer porque la relación se enfrió del todo, confieso que esto es una técnica que siempre me ha surtido efecto con las chicas. Es que la hija de Adalberto no es solamente una chica interesante, culta, preparada, sino también una morocha infernal.
Ya hemos salido dos veces con la chica, pero esta historia no viene al caso, se me hace.
Al tiempito de comenzadas las reuniones, recordé aquella casualidad -un hecho fortuito, dirían los abogados- que llevó a que hace varios años me topase con Adalberto Rojas en el Barquito bar, uno de los lugares más emblemáticos y de los menos tenidos en cuenta que van quedando en el centro de Santiago. Se trataba de esos tipos que pasan desapercibidos en cualquier sitio en que haya mucha gente. Una de las tantas mañanas que fui a tomar un café por ahí, lo hallé en sentado a la mesa con uno de mis parientes Aragón, que al ratito se tuvo que ir a hacer unas diligencias, y me dejó de florero con el amigo. Al principio tímidamente y después de una forma más animada, nos pusimos a conversar de lo que forzosamente se habla en esas ocasiones, el tiempo, “qué calorcito que hace, ¿no?, en cualquier momento van a explotar los termómetros”, las mujeres que se comienzan a poner lindas para la primavera y la mala atención de las confiterías de Santiago, especialmente el Barquito, con el mozo Montero a la cabeza, a la que uno va de puro masoquista nomás, según calculamos en esa ocasión.
Cuando le pregunté a qué se dedicaba, me dijo que en su tiempo había sabido ser inspector de rentas de la municipalidad (sección fiscalización externa, aclaró con un dejo de vocabulario burocrático) pero que se había jubilado. Cuando me contó que también escribía, pensé
-¡Sonamos!, ¡otro!
Y también
-Ojalá que no sea poeta. Pero si es, Diosito querido, te pido que no me de nada para que le publique o le lea.
Habrá visto mi cara o algo, la cuestión es que no me ofreció nada. Laburo en una revista de cultura y educación y ya estoy medio acostumbrado a que me peguen ese tipo de mangazos.
Mi madre hablaba a veces de los amigotes de mi padre. Era esa gente que él conocía y ella no. Tipos que se acercan en la calle, que los hallas con cierta frecuencia para cultivar el arte, ya casi pasado de moda, de la conversación sin nada que decir, de la discusión política sin nada que ganar y de la entrevista sin nada para preguntar. Hay una tropa de gente de la que uno se olvida el nombre y las señas particulares apenas abandona la charla, de la que no se sabe en qué barrio vive, o, peor, queda mal preguntarlo, se ignora si estará casada o será soltera o viuda o qué, si tendrá algún estudio universitario o si solamente llegó al tercer grado reforzado de antes, si es de Santiago, La Banda o Loreto. Al principio, durante algún tiempo, Adalberto entró justo en esa categoría, si me hubieran preguntado qué era para mí, habría dicho que amigote nomás, pero con el tiempo y varios cafés compartidos nos fuimos convirtiendo en amigos. A Adalberto también le gustaban las morochas y un par de veces salimos a los boliches con unas amigas guerrilleras que sabía tener él, como hubiera dicho mi abuela, eran chicas muy demostrativas.
Una noche le dije:
-Si te haces de Boca, te convierto en mi hermano.
Adalberto era de River, pero en amistades así, qué interesa.
Alguna vez lo fui a ver a la casa a devolverle un libro y me presentó a la señora y a una hija muy linda, estudiante del profesorado de educación física, que vivía con ellos.
-Es Clarita, la segunda de las mujeres- me la presentó la orgullosa madre. Ella obviamente ni me registró, porque ninguna chica de bien mira dos veces a esos amigos del padre, veteranos, feos y acabados por la vida. Era una casa típica de clase media de Santiago, modular con copas, perro negro, incierta cruza de cooker inglés con Volkswagen Gacel, soga de colgar la ropa trasponiendo el patio y biblioteca en un pasillo. Nada del otro mundo. Otra ocasión vino Adalberto con la señora a casa a cenar, era el cumpleaños de mi mujer, cayó con un tinto de regalo. Las patronas se hicieron amigas y se hablaban por teléfono por lo menos una vez a la semana para chusmear cosas de mujeres, me imagino. Con decir que casi pasamos juntos un Año Nuevo, pero al final nosotros fuimos al campo, a la casa de mis suegros y no se dio.
Y después, de un día para otro, Adalberto se murió. Parece que le agarró un cáncer, no sé qué, lo internaron en el sanatorio Norte, donde lo fui a visitar un par de veces y a las dos semanas, chau, chau, adiós, ya estaba de pensionista definitivo en el Parque de la Paz. Lamenté su pérdida, sobre todo porque se terminaba un amigo cabal, de esos que te regala el pavimento sólo una vez en la vida. Además, con su porte de hombre serio era la coartada perfecta para citarse con chicas sin que la patrona sospechara que en realidad habíamos salido con alguna de esas amigas salvajes que conseguía el hombre. No era lo mismo salir de noche diciendo que me iba con los changos, que anunciar:
-Mi vida, salgo esta noche, vamos a la parrillada con Adalberto.
-Ustedes dos, quieren arreglar el mundo hablando mal de los políticos- rezongaba mi mujer.
Y se quedaba tranquila.
Un tiempo después de su fallecimiento, la viuda me habló por teléfono para avisarme que estaba arreglando la casa y quería entregarme algo. Cuando llegué, salía una gente de la parroquia que había ido a retirar la ropa del finado. A mí me tocaron dos cajas llenas de papeles. ¡Uf!, eran sus escritos. Tentado estuve de leerlos esa misma tarde, pero después lo pensé mejor, los dejé arrumbados en un rincón del galponcito del fondo y me olvidé. Nunca en estos años intenté sacar ni una hoja. Tuve miedo de criticar, después de muerto, al amigo, de cambiar la buena opinión que siempre había tenido de él. Confieso que los austeros poetas y, sobre todo, las graves y arduas poetisas de Santiago, me dan pavura, alguna vez he descubierto que, involuntariamente, me cruzo de vereda cuando veo venir alguno. La memoria de Adalberto no merecía que yo descubriese un mal escritor. Preferí seguir recordando al amigo como un conversador chispeante y con mucha gracia, con quien tantas veces coincidimos admirando las curvas, contracurvas y banquinas de las hermosas morenas que suelen pasar por la vereda del Barquito.
Pero, como digo, me topé con ese grupo literario y durante un tiempo me anduve estrujando la cabeza pensando de qué escritor iba a hablar si ya no compro libros, porque ahora en mis ratos libres lo veo a Marcelo Tinelli en la tele, juego al solitario en la computadora, me siento en la tapia cortita que tenemos en la vereda, a observar a las vecinas.
En eso andaba cuando me dije, si no tengo un escritor para hablar, con un poco de imaginación me invento uno. Y concebí un autor desconocido para presentar al grupo: Ibrahim al Manssur, literato palestino, nacido en 1949, conocido solamente en ciertos círculos árabes de Europa por sus bellos y desgarradores poemas, que han superado el conflicto con sus vecinos, los israelíes, para internarse en el alma de un pueblo sensitivo, complejo y atormentado, según diría a los contertulios. Concebí un pasado para Manssur, de joven, combatiente en las brigadas mártires de al-Aqsa y luego en su madurez, emigrado a Francia, donde vive dando clases sobre civilización árabe, en la Universidad de El Havre (este era un dato a confirmar, ¿hay universidad en El Havre?, no sé pero juzgué que sería una exageración ubicarlo en la Sorbona, me pareció mucho). En la hipotética charla que daría de la biblioteca 9 de Julio, contaría que Manssur había escrito sus versos en árabe, de ahí habían pasado al francés en breves folletitos tipo trípticos o plaquetas, como sabían hacer antes en Santiago los escritores que no tenían guita para editarse un libro. Relataría que no había sido traducido al castellano en forma oficial, sino por una prima mía, que vive en el Canadá francés, a quien –dicho sea de paso- atribuiría el hecho de conocer a este autor. Expondría que sus versos tenían un fondo de cocción en el Corán, como casi toda la producción árabe del pasado y del presente, sobre todo en tiempos tan calientes en Oriente Medio, sus estrofas se internaban en los laberintos del alma humana, tratando de desentrañar lo más profundo de sentimientos eternos y globales, como el amor, la culpa y la generosidad. Pero justo aquí llegaba la dificultad: el calificado auditorio de la 9 de Julio me iba a descubrir pues debía engañarlo leyéndole algunos poemas bien escritos, que dijeran algo sustantivo o verboso, algo superior, digamos. Y nunca he sido poeta, siempre he creído que la poesía es un arte para el que no me da la cabeza ni el corazón. Ni la sensibilidad, si vamos a decirlo todo. Me pasé varios días escribiendo la biografía de Manssur, y hasta me entrené frente a un espejo, haciendo las caras que pondría mientras iba contando su vida. Abandoné la idea, a la hora de leer sus versos no iba a faltar que el que dijera:
-¿Uhá? ¿Eso es lo que escribe ese Manssur?
Y la estantería se me vendría al suelo.
Entonces se me prendió la lamparita. Una tarde, fui al galponcito, abrí las cajas con los escritos del amigo para revisarlos, “quién te dice que aquí no halles algo bueno, Juancito”, me dije. Y me enfrasqué durante un mes en los escritos de Adalberto Rojas. No era lo que temía: se reveló ante mis ojos una media docena de manuscritos de libros de cuentos magníficos, llenos de vida, diálogos chispeantes, situaciones enredadas que se desanudan con maestría literaria y pluma muy suelta. Había dos novelas “La Fiera” y “El Jefe de las siete y media”, una sobre el amor de una mujer atormentada por un hombre invisible que se va revelando al correr de las páginas como una voz de la conciencia y la otra, “El Jefe”, de neto corte policial, con un asesinato en el primer capítulo y varios misterios por resolver antes de llegar al descubrimiento del asesino, que no es quien el lector está convencido que es. También leí sus ensayos sobre la vida cotidiana de los santiagueños, entre ellos magníficas pinceladas sobre la costumbre de la siesta, la pallana, los versos para cantar la flor en el truco y el inolvidable Dionisio, un personaje de la década del 60 y principios de la del 70. Además hallé poesías, las temidas y gambeteadas poesías. Confieso que quedé deslumbrado. Cuando los leí, por momentos me creí ante Juan Gelman, pero también les encontré algo de la poética del santiagueño Juan Leguizamón, con leves toques de humor cáustico y seca ironía, en un estilo santiagueño y a la vez universal, que lo vuelve inconfundible. En suma un escritor desconocido pero a la vez cercano, vibrante, magnífico.
Es muy posible que me convierta en su editor post-mortem, junto a su viuda a quien descubrí en este último tiempo, como una lectora apasionada y voraz. En este momento andamos viendo con ella, cómo hacemos para publicar la obra del finado, a quién le pedimos unos pesos para dar a luz los que seguramente han de ser rotundos éxitos editoriales. El primer paso será anotarme para dar una charla en el grupo literario, a ver si uno de estos sábados hablo de la obra de Adalberto Rojas, como una manera de ir haciéndole propaganda. Si convenzo a la viuda, capaz que la llevo también para que hable de la vida y obra de su marido, su infancia y las influencias literarias que recibió en tenidas poéticas y, por qué no decirlo, etílicas, con Alfonso Nassif, Peteco Carabajal, Carlos Zurita, Chingolo Suárez, Felipe Rojas, Johnny Barrionuevo y tantos otros amigos de la noche y la bohemia. Esto me lo contó ella después de muerto el finado, porque con él nunca hablamos de literatura, libros, autores, influencias literarias, esas cosas.
Como la clave de las influencias literarias de Adalberto obviamente estuvo en su biblioteca, el otro día fui a su casa para investigar qué leía, quienes fueron sus maestros estilísticos, en qué fuentes abrevó sus lecturas. No estaba la señora, me atendió la hija que, luego de hacerme pasar, me dejó sólo en la biblioteca. Entre otros, el hombre tenía las Vidas paralelas de Plutarco, la obra completa de Jorge Borges, la enciclopedia Quillet, clásicos políticos argentinos del 60, como José María Rosa, Jauretche, Scalabrini, un Martín Fierro de esos medio lujosos con ilustraciones de gauchos, además estaban la Historia de Roma de Mommsen, un infaltable Quijote, dos o tres tomos de las Tradiciones Peruanas de Palma, libros de mitología antigua, de autores santiagueños, las obras completas de Poe, traducidas por Cortázar, uno o dos números de la revista “Quipu de cultura”, que editaba el amigo Julio Carreras, es decir, nada especial, nada como para decir, “¡oh!, miren las cosas que leía este hombre”. Mientras revisaba los libros y tomaba notas, me iba haciendo una idea de la tesis que desarrollaría ante el auditorio de la 9 de Julio: que alguien que había leído lo mismo que leyó la mayoría de los santiagueños de su generación, también podía convertirse en un muy buen escritor, añadiría que no es necesaria una gran preparación para redactar una obra que puede ser, como la de Adalberto, de lo mejor de Santiago de los últimos 50 años; en definitiva, que el genio no reside en la complejidad de lo que se ha leído sino en su aprovechamiento. Ya sé que es una noción medio simple, pero a esta altura de la charla ya tendría deslumbrados a todos con el descubrimiento de un escritor genial del que la mayoría de los santiagueños no sabe absolutamente nada y que probablemente vivió a la vuelta de la casa de alguno, fue amigo del padre de otro, conocido de un pariente o algo, porque en esta ciudad, digan lo que digan y a pesar de que muchos sostengan que ya estamos en el siglo XXI, nos conocemos todos.
Antes de marcharme de la casa, Clarita, la hija, me invitó un café y conversamos un rato largo, primero hablamos del padre, luego me contó que le faltaba una materia para recibirse de profesora de gimnasia, de ahí pasamos al último novio que había tenido hacía un tiempo largo ya; el muchacho la había dejado para casarse con otra. Como al pasar le avisé que desde hace un tiempo no tengo nada con mi mujer porque la relación se enfrió del todo, confieso que esto es una técnica que siempre me ha surtido efecto con las chicas. Es que la hija de Adalberto no es solamente una chica interesante, culta, preparada, sino también una morocha infernal.
Ya hemos salido dos veces con la chica, pero esta historia no viene al caso, se me hace.
El final me dejó al borde. Fue como llegar a una azotea y quedar ahi... haciendo equilibrio.
ResponderEliminarMe gusta la historia, eso que se supone que estabas por contar y al final no. En realidad queria hablar de esto otro. Me gusta la la biografía del escritor ese Manssur. Y Adalberto. Quiero leer sus versos.
Me gustan las descripciones, y la gente, y los inconvenientes de los bares en santiago.
No me importa la ficcion, me parece perfecto que sea posible inventar alguien que nos guste, que escriba bien, y que sea amigo.
Hay mucho para decir... por ahora, sólo esto. Me divertí mucho, y me hizo pensar.
Saludos!
A resultas del atrapante relato -y con el afortunado encuentro que suscitó- me parece que tiene que ser presentado con carácter de urgente (anotar fecha) Saludos.
ResponderEliminarExcelente!!! como será que lo imprimí para releerlo tranquila en casa. Será que estabas por inventar el personaje y chantarnos en la cara???? jajajajaja buenisimooo!!!!
ResponderEliminarDiana
Me encanto!
ResponderEliminarMe gusto particularmente esa forma de contar varias historias simultaneamente.
Al igual que Juan, espero tu presentación.
me encantó juan!!!!!!!!!
ResponderEliminarte felicito, esta buenisimo, la descripción, y como dice gabriela el movimiento de las acciones, el salto constante de realidad a ficción, es fantastico, el sarcasmo, todo, te felicito...
no sera mucho? jajaja
me pasa algo raro cuando te leo aragán, mi muy querido aragán, siento que no es largo, a pesar de que es mucho, no es largo, es fresco.
Me gustaría aprender a escribir de esa manera.
belén cianferoni
? No entendi bien lo de las modelos y las bikinis.
ResponderEliminarQué puterío.
ResponderEliminar