Hoy me quedé dormida una vez más. Soñé que me despertaba y, mágicamente mi estado de ánimo era el óptimo para escribir sobre Roberto Arlt. Me desperté y descubrí que tristemente mi estado de ánimo era exactamente el mismo que el de hace dos semanas: no puedo escribir una sola palabra sobre él.
Entonces, abusando de la simpatía que él genera y ante la urgencia de no desaprobar el práctico, se me ocurre que todo sería más fácil si pudiera hablar con él y preguntarle cosas y pedirle que me tire ideas. Que me salve, como tantas veces sus lectores lo hicieron, como yo misma lo hubiera hecho, pues seguro hubiera sido su más fiel lectora.
Entonces él, en un arranque de compasión y soberbia (no olviden que está a punto de salvarme) acepta entablar un diálogo pues nada tiene que perder.
Lo primero que le digo tiene que ver con los orígenes. De alguna manera nos parecemos.
-Mentira nena, no te confundas-aclara él serenamente- Mi padre era un bruto, él tuyo un cobarde. No es lo mismo.
-¿Y cual es la diferencia? Además, cómo puede saberlo, usted ni siquiera lo conoció.
Ríe con grandilocuencia. Me siento estúpida y él lo sabe.
-¿A que estás jugando? ¿Donde crees que estoy? ¿En el cordón de la vereda comiendo mandarinas mientras haces preguntas ingenuas?
Pido disculpas con la mirada y como este juego es mío, es invierno y hay sol. Tenemos quince mandarinas, nos peleamos por la octava, gana él por ser el invitado. Seguimos.
-Mirá, yo leía porque no tenia ganas de hacer otra cosa, porque los libros eran más divertidos y ahí todo era más lindo y más fácil. Pero a mi padre eso no le gustaba, entonces me daba unas palizas, cosa que se me pasara el gusto por quehaceres tan inútiles. Pero le salió mal. En cambio vos, ¿de qué te quejas? Es cierto que el tipo se rajó, pero bueno, es preferible que no esté. Debe haber tenido poco para decir o poco para darte. Igual mira lo que sos. ¿No te gusta? Eso también se lo debes. Aunque no te cuadre.
Por Gavy Yauza
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