Ya hacía un tiempo que vivía ahí y estaba acostumbrada.
Al principio, la estadía se tornó dura. No encontró a los que pensaba encontrar. Cuando llegó, ellos ya no estaban, se habían ido. En su lugar halló gente extraña, y no eran tantos tampoco.
Se habituó a las largas charlas, en las tardecitas, sentada a la salida de su morada, recordando historias antiguas. Aprendiendo también a convivir con el pasado, a aceptarlo como tal, como algo perdido. ¡Eso llevaba su tiempo!
En la primera semana se sintió desolada, lloraba mucho. Había mañanas en las que gritaba tan fuerte su impotencia que los gritos eran escuchados por los ocasionales visitantes del lugar, haciendo que más de uno huyera espantado.
Los que llegaban estaban un tiempo relativamente corto, comprendían todo, miraban lo que dejaban con ojos tristes y se marchaban arrastrando los pies con resignación.
Ella no. Se negaba a irse. No se iría sola como el resto. Ella lo esperaría. ¡Él no se merecía otra cosa! Ella esperaría lo que hiciese falta y el día de su entrada… le abriría el portón.
Se sienta y cuando piensa en eso es cuando realmente se siente feliz.
Ella sabe que llegará, seguramente, vestido con su mejor traje y escoltado por parientes llorones. Quiere ver su expresión cuando lo dejen solo y la encuentre. Cuando ella decida mostrar su rostro macabro con la pestilencia que traen los años y que se adhieren mohosos a su ser.
Ese día lo tomará de los hombros y lo conducirá al lugar donde se merece estar. Quiere verlo entrar, quiere verlo aterrado y suplicante, así como él la vio aquella última vez.
Se sienta afuera y contempla el tiempo pasar. ¿Qué son diez años, cuando uno espera por la venganza? ¡Diez años, no son nada! Ya llegará.
Por lo pronto, durante las noches, entra al mausoleo y se sienta a contemplar lo que queda de la belleza que supo poseer y acaricia los huesos rotos del cuello para no olvidar. Para poder seguir esperando sin olvidar.
Suspira profundo y los perros ladran.
Él llegará.
Al principio, la estadía se tornó dura. No encontró a los que pensaba encontrar. Cuando llegó, ellos ya no estaban, se habían ido. En su lugar halló gente extraña, y no eran tantos tampoco.
Se habituó a las largas charlas, en las tardecitas, sentada a la salida de su morada, recordando historias antiguas. Aprendiendo también a convivir con el pasado, a aceptarlo como tal, como algo perdido. ¡Eso llevaba su tiempo!
En la primera semana se sintió desolada, lloraba mucho. Había mañanas en las que gritaba tan fuerte su impotencia que los gritos eran escuchados por los ocasionales visitantes del lugar, haciendo que más de uno huyera espantado.
Los que llegaban estaban un tiempo relativamente corto, comprendían todo, miraban lo que dejaban con ojos tristes y se marchaban arrastrando los pies con resignación.
Ella no. Se negaba a irse. No se iría sola como el resto. Ella lo esperaría. ¡Él no se merecía otra cosa! Ella esperaría lo que hiciese falta y el día de su entrada… le abriría el portón.
Se sienta y cuando piensa en eso es cuando realmente se siente feliz.
Ella sabe que llegará, seguramente, vestido con su mejor traje y escoltado por parientes llorones. Quiere ver su expresión cuando lo dejen solo y la encuentre. Cuando ella decida mostrar su rostro macabro con la pestilencia que traen los años y que se adhieren mohosos a su ser.
Ese día lo tomará de los hombros y lo conducirá al lugar donde se merece estar. Quiere verlo entrar, quiere verlo aterrado y suplicante, así como él la vio aquella última vez.
Se sienta afuera y contempla el tiempo pasar. ¿Qué son diez años, cuando uno espera por la venganza? ¡Diez años, no son nada! Ya llegará.
Por lo pronto, durante las noches, entra al mausoleo y se sienta a contemplar lo que queda de la belleza que supo poseer y acaricia los huesos rotos del cuello para no olvidar. Para poder seguir esperando sin olvidar.
Suspira profundo y los perros ladran.
Él llegará.
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