Oigo “tengo calor” y despierto. Sabrina estira el cuello para mirar el cielo, cuando la cortina se hincha con el viento y se despega de la ventana. Estamos acostados; la cama es de una plaza pero tenemos espacio. Sabrina es alta y muy delgada; pudimos dormir bien, sin empujarnos ni abrazarnos. Ambos estamos vestidos; parece que nos acostamos así. Son livianas ropas de verano: yo una malla floreada y una remera azul; ella de musculosa y babucha negras. Ahora Sabrina se da vuelta y le veo la bombacha rosa. Debajo, el valle del culo, la piel abrillantada, los montes que tensan la tela. Acerco mi dedo hasta el nacimiento del valle, lo acaricio; levanto el dedo y estiro la bombacha, acaricio ambos cachetes moviendo lentamente el índice entre la tela y su piel. Sabrina se agita apenas. Anoche, sus suspiros eran cortos e inaudibles. Ahora, en el silencio total de la mañana, escucho apenas un resoplido. Ella me acaricia el vientre con el reverso de la mano. Un rato más y desistimos. Ninguno de los dos dice nada. La cortina sigue moviéndose, dejando entrar aire y luz, cambiando los colores de la pieza. Escucho un martilleo a lo lejos y algún pájaro cada tanto. Veo a Sabrina mirar el cielo; tiene ojos soñadores pero sospecho que ocultan tristeza. Es raro estar en esta situación con ella, pero se veía venir. Ella me conoce. Sabe todo de mí, sabe como soy.
Anoche, cuando quedamos solos y no había más nada por decir ni por hacer, nos fuimos acercando lentamente. Ahora debería llevarla a su casa, pensaba, pero seguía mirándola y ella a mí. Ambos sabíamos -porque lo habíamos hablado antes- que dejar que el otro dé el primer paso no nos absuelve de la responsabilidad. Sin embargo, ahí estábamos, midiéndonos muy cerca, sin decidirnos. Al fin le pregunté ¿quién se animará primero?; entonces ella vino hacia mí con la boca abierta y me besó, y así nos fuimos demorando en la cocina rumbo a la pieza. Sus pestañas largas me hacían cosquillas en los pómulos. Sabrina es toda suavidad, desde su forma de hablar hasta sus movimientos. En el recuerdo difuso de la noche, su cuerpo leve pierde peso mientras se entrelaza con el mío.
Hace calor en la habitación, es cierto. El aire es sofocante y caliente. Cuando la cortina de tela gruesa se hincha podemos atrapar una ráfaga y respirar, y distraernos con el charco celeste del cielo. Es martes 6 de enero; día de reyes para algunos niños. Sabrina se niega a decir palabra y yo a mirarla. Me acuerdo ahora de una chica tempestuosa con la que salí un breve período; me gustaba su voracidad en la cama pero nunca pude, o quise, enamorarme de ella. Cuando intenté dejarla, se lo tomó muy mal. Me dijo, entre insultos y reproches, que debería ser más cuidadoso con las personas. Recuerdo la escena: ella iba y venía por la cocina, gritaba, gruñía o se quedaba callada, ofuscada como un niño, siempre sin mirarme. Mientras, yo permanecía sentado y silencioso, dejándola descargarse y deseando que se fuera. Tenés que ser más cuidadoso, pienso ahora, me digo a mi mismo, mientras miro a Sabrina, que no tiene el impulso de aquella chica aunque sé, porque la conozco, que ha sufrido mucho.
A pesar de estos pensamientos, no llego a torturarme ni a perseguirme. Ella se muestra igual de ausente que yo. Nos levantamos y vamos al jardín. Tomamos mate y hablamos de nuestra amiga Lupe, o Lupita, que estuvo de juerga con nosotros anoche, en esta casa, y nos hizo reír con sus largos monólogos torturados. Miramos a mi perro moverse de un lado a otro en el jardín; detrás de la reja pasan motos, autos y bicicletas. Al otro lado de la calle hay un enorme descampado verde que contiene canchas de fútbol, silos abandonados y una estación de tren en desuso. Le cuento del circo que había venido, unos meses atrás, a instalarse en el baldío. Era un show para adultos, tipo teatro de revistas, aunque nada en la carpa ni en las luces de su fachada ni en su nombre (Magic Circus) lo delataba. Sólo decía, pequeño, junto a la entrada, “apto para mayores de 18 años”. Cuento que apenas duró una semana porque no tuvo éxito. Me dice que nunca se enteró de ese circo y me pregunta si yo fui. Le digo que no, pero que una vez vi algo interesante en su campamento, una noche que volvía a casa y acorté por ahí. Vi, entre el convoy dormido de camiones y casas rodantes, una luz que salía de una puerta recién abierta. Aparecieron dos vedettes emplumadas, de dorado brillante, abrazadas a un mimo con un traje negro. Una tomaba de pico un champán, la otra se sacaba barro del zapato. El mimo iba en el medio, riendo ruidosamente, a los gritos. Era dos cabezas más bajo que ambas mujeres y la cara blanca parecía, en la oscuridad, fluorescente. Sabrina mira el campo radiante bajo el sol y dice que le cuesta creer mi historia. Yo sonrío, tampoco encuentro posible situarla en el baldío que veo. Al rato me pide que la lleve.
El auto está sofocante; abro las ventanillas y dejo la radio apagada. Me asusto al cruzar un control de tránsito, empiezo a frenar pero vemos que sólo paran motos. No tengo carnet ni la tarjeta verde del auto. Sabrina ríe; casi te entregás, me dice. Atravesamos el boulevard central, bastante vacío a pesar de la hora, mirando las palmeras, los carteles sobre la calle, el empedrado protuberante y el canto rodado rojizo de los canteros. Conozco bien los objetos del boulevard; siempre me han parecido nefastos y representativos de lo peor de esta ciudad-pueblo, de los necios que se mienten a si mismos. Me fui apenas pude y siempre renegué de su idiosincrasia. Ahora este boulevard céntrico me parece plácido y hogareño. No sé en qué parte de todo esto me estoy mintiendo a mi mismo.
Dejo a Sabrina frente a su casa. No sabemos cómo despedirnos, creo que ella quiere darme un abrazo; yo le doy un fuerte beso en el cachete. Ella intenta sonreírme, a mi no me sale ninguna mueca. Baja del auto, la miro cruzar y arranco. En la esquina doblo; voy por calle Colón y agarro Rivadavia. Dejo el auto a una cuadra de la plaza. Quiero visitar a Fito en su estudio, pero él no está. Paso por el negocio de Marcelo, que es al lado. Lo encuentro tras el mostrador; tenemos una charla rápida y algo forzada. Hace tiempo que no nos veíamos. Le cuento que anoche vi a Lupe y Sabrina. Ah mirá vos, me dice; luego, con otro tono, acota:
Una rubia super sexy y altanera pasa junto a mí y me mira, sin cambiar la seriedad de su expresión. Se parece a Betina O’Connell. Baja las escaleras y antes de perderse veo sus ojos celestes sobre mí otra vez. No sé si ellas perciben algo, pero esta mañana me siento flotar en la bruma de las mujeres.
Salgo de la municipalidad. Quiero desayunar en un bar: facturas, café y jugo de naranja; pero antes compraré un libro para leer mientras tanto. El canje de revistas de la esquina de Lehmann y Alem no está más. Vuelvo sobre mis pasos y entro al enorme supermercado. Miro las cajeras detrás de los mostradores metálicos en hilera, con su uniforme azul a rayas, como de maestra jardinera. Solía tener, en distintas épocas, novias y pretendientes trabajando aquí. El recambio constante de empleadas me permitía la variedad y la discreción. Ahora miro a estas desconocidas. Hay muchas teñidas de rojo o de lila, muy jóvenes y pálidas. Parecen apagadas, pero quizás sea fruto del ambiente de trabajo y el uniforme. ¿Las que conocí eran especiales? Creo que no. No lo sé, en realidad; nunca las conocí demasiado. Si me pongo a pensar encontraré algo especial en cada una de ellas, pero no tengo ganas de eso. Veo ahora una chica que reconozco. Tiene el pelo castaño y ondulado, nariz larga y unos labios muy finos. No es linda ni fea; es normal y no me trasmite nada sexual. La recuerdo de verla siempre que visitaba a las otras. Trabaja hace años aquí y parece que lo disfruta, aunque sin entusiasmo. Le tengo cierto respeto. Creo que tiene un secreto valioso que desconozco o que no puedo comprender. No me interesa acercarme a ella, pero seguir viéndola en el supermercado se me hace necesario ahora, que puedo sentir que pertenezco a esta ciudad, que soy parte de su juego y que me miento a mi mismo.
Paso por el negocio donde trabaja Lupita. La veo sentada tras un escritorio con los párpados bajos; por momentos cabecea dormida. Cuando le golpeo el vidrio se despierta y me sonríe; sale a mi encuentro despabilada. Le pregunto cómo se levantó. Cuando desperté esta mañana no la encontré en la cama donde la dejamos durmiendo. Me dice que se despertó sola a las siete y media y que salió corriendo porque entraba a las ocho. Llegó descalza al trabajo y con la remera manchada de vino, así que tomó una mía; la que tiene puesta ahora. No parece habernos visto a Sabrina y a mí durmiendo en la otra habitación. ¿Cómo que llegaste descalza?, le pregunto. Si, me dice, así fui a tu casa ayer, me gusta ir descalza en mi auto super-sport. Por suerte acá dejé unas sandalias. Nos miramos en silencio. ¿Sabrina no se dio cuenta de nada?, me pregunta, y me sonríe con esa sensualidad que siempre me ha provocado. No, ni un poco, le digo yo.
Anoche, las veces en que Sabrina fue al baño, Lupita y yo nos besamos. En la primera ella me dijo estás lindo, y yo le dije, no, vos estás linda. No me mientas, me dijo, y me llevó del brazo hasta el espejo. Mirame, no estoy como antes, como cuando me conociste. Nuestras cabezas se tocaban mientras mirábamos a
Lupita, de día y en la puerta de su trabajo, me mira divertida y seductora. Piensa que no deberíamos decirle nada a Sabrina. Yo pienso lo mismo, le digo, pero también que nosotros dos deberíamos vernos otra vez. Ella ríe y me dice que irá a mi casa hoy, después del trabajo, “para discutirlo”. Me despido; sin duda la reunión de anoche le ha hecho bien. Está mejor que ayer; sin la apatía de la tarde, cuando la fuimos a buscar con Sabrina y nos miraba como sin entender qué hacíamos ahí, y sin la resignación de la madrugada, antes de que el alcohol la duerma. Pienso que es permisible querer acostarse con amigas deprimidas, les ofrezco sentir algo distinto al dolor. Me parece hipócrita y vulgar el pensamiento, pero igual se instala en mi conciencia.
Me compro dos libros en El Saber. Veo a esa chica que solía ser novia de un amigo de la secundaria. Siempre me han parecido sensuales sus labios despegados y la forma sugestiva de manifestase. La saludo y hablamos mirando los lomos de los libros. Trabajo en un estudio, me dice. ¿Podés leer allá?, le pregunto. Yo soy abogada, los libros son para leer en mi casa. Ahh, digo yo. Podría hablar sobre literatura, preguntarle sus gustos, recomendarle algo apasionante. Pero me alejo sin saludarla, pago los libros y me voy. Tengo dos amigas, dulces e intensas, que saben del dolor y la soledad, que comparten conmigo algo más que el lugar donde crecimos y las fiestas. No quiero, por más provocativa que sea, una abogada arrogante, despreciable espécimen típico de esta ciudad. Sabrina, Lupe y yo estamos en un núcleo de aislamiento y resistencia. Nuestros amigos en común están casados y eternamente preocupados por tener más dinero. Ellos no saben de nuestro agitar interno, ni lo entienden y ni les importa. La reunión de anoche fue una gema inusitada en estos días grises. Quiero mucho a estas chicas y no quisiera que nada estropee lo que reencontramos.
Vuelvo a casa. Hay un desastre formidable. No puedo hacerlo desaparecer todavía. Me cocino hamburguesas y me siento en el sofá. Anoche
De Anibal Chicco
vos sos el chico que es igual a caicedo?
ResponderEliminarbelenchus
no se quien es caicedo
ResponderEliminargracias por la publicación Gavy, y por aquellos que te recriminaron no haberlo hecho antes. Esta bueno el dibujo, de quien es? SAludos a todos los que conocí en el asado del viernes pasado, la pasé muy bien. Espero seguir viéndolos y leyéndolos. Anibal
ResponderEliminarMuy bueno el texto. Acuerdo también con que el dibujo está uuffff. A propósito alguien tiene el celular de esa chica?. Me gusta cuando duerme porque parece que habla...
ResponderEliminarN.
Los dibujos son de Joaquin Lopez Cruces, paso el link de su blog. Tiene dibujos muy buenos.
ResponderEliminarwww.lopezcruces.blogspot.com